Primero lo vi pasar con quien estimo era su hermana pero parecía más bien su madre, yendo un pasito detrás de él, como cubriéndole las espaldas, apenas unos 2, 3 centímetros más alta. Ella me vio mirarlos. Le sonreí durante todo su trayecto pero no le saqué ni media mueca. Me sostuvo una mirada de desconfianza que agradecí tuviera siendo tan nena y estando tan sola en la calle. Se ve que era la pata responsable de ese dúo. Su hermano-hijo, en cambio, venía muerto de risa, despreocupado, con unos anteojos de sol puestos al revés. A ella la perdí de vista. Al rato vuelve a pasar él, corriendo un globo como si fuese lo mejor que le hubiese tocado en años, sin conciencia de que cada vez que lo pateaba podía volarse para siempre. Admiré su confianza, esa ilusión de que las cosas permanecen aunque uno las revolee, de que esa alegría no lo iba traicionar ni sería efímera. De yapa, de alguna de las mesas que el bar tenía en la calle, se encanutó una masita. Volvió donde yo estaba con toda la cara manchada y el globo en una mano. Parecía feliz con esa suerte de mascota inflada amarilla (aunque se vea verde en las fotos). Y claro, la imagen resultaría mucho más elocuente si hubiese salido la sigla "pro" que él mandaba al cielo y bajaba una y otra vez a su abrazo. Y cómo no festejarlo - pensé yo - si eso fue todo lo que el gobierno le dio: un globo de color para algún sábado a la tarde.
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