top of page
Buscar
  • laugargarella

SOÑA CHIQUITO

Actualizado: 14 may 2019


Una vez alguien que quiero mucho me dijo: “lo que pasa es que vos soñás muy grande”. Me veía decepcionada por algo que no estaba saliendo como quería y era su forma de cuidarme frente a futuros desastres, pero aún así, corté el teléfono sintiendo bastante pena por esa frase.


Mucho tiempo antes, otra vez, me había obsesionado con una imagen. Era una postal ambiciosa para alguien como yo en esos años, con un trabajo inestable, pero no me la podía sacar de la cabeza. Estaba buscando inspiración para una historia y me había visto escribiendo en un café, con el Ponte Vecchio (Florencia, Italia) de fondo, en la ventana. Son esas pequeñas escenas que una no cuenta porque imagina que van a sonar pretenciosas y que algún comentario las va tumbar de un hondazo. Pero la verdad es que tenía el tiempo para hacerlo y un pequeño ahorro que no quería tocar (y que además suponía más flaco que el costo de esa imagen).


El problema es que también soy taurina (ó le echo la culpa al enjambre de planetas del momento en que nací para justificar la tosudez) y con algunas cosas me pasa que se me van enquistando como pequeñas certezas. Son como estrellas fugaces que aunque desaparezcan en un nano-segundo del cielo y de mis pupilas, una vez que pasaron y yo presencié ese instante ya no puedo decir “no las ví". Y entonces soné.


Como tenía esos días libres había decidido hacer lo que suelo hacer cuando puedo: buscar un rincón lejos de Buenos Aires para escribir. Empecé a tantear opciones… Mar del Plata? Bariloche? Uruguay? Brasil?… tengo que sintonizar el color del paisaje con lo que quiero contar y de pronto se colaba un “Florencia!” (NO, NO, CENSURADO!) Intentaba otra vez: Chile, Ushuaia… y Flo… (NO, NENA, BAJA A LA TIERRA!)… Pero hay cosas que no puedo dominar. A veces intento ser “sensata” y razonar como buena hija de inmigrantes “no gastes mucha plata, pensá algo acá cerca”, pero me atraviesa el alma como un rayo otra cosa, distinta a la que debería imaginar y es como esa estrella fugaz, como un viento que de una sola ráfaga te despeina el alma y sentís que se te infla el pecho de ganas y … zas! Ya está. Ya no logro mirar para otro lado, hacer que no vi nada. Es como esos espasmos de los cuerpos que casi se ahogan en la playa y están tirados sin signos vitales hasta que alguien les mete aire por la boca y de golpe se sacuden y los pulmones repentinamente se llenan de vida en un salto. Así me pasa con ciertas cosas que me emocionan de tal forma que me provocan ese mismo sacudón, piel de gallina, un suspiro que me suspira a mí entera.

Tengo que elegir dónde ir para no perder esos días pero no sé adónde sacar pasaje así que salgo a caminar, a mover las ideas, a ver si algún rapto de lucidez me cruza por la avenida. Voy recorriendo Libertador haciendo girar los posibles destinos en mi cabeza una y otra vez, en una ruleta mental que no para: “MDQ, BRASIL, BARILOCHE… FLO…(BEEEEP) MDQ, BRASIL, BARILOCHE… FL..(SHHH!)”. Pero se me impone. No hay caso. Y todo lo que veo alrededor me evoca a Italia. Cada dos pasos alguna referencia me hace un tacle. Un turista que pasa hablando en italiano, una inscripción en una remera, los colores de la bandera en tres autos estacionados en fila. Mi parte “sensata” (a la que pocas veces doy crédito, debo reconocer) insiste en que: “es una locura” y del otro lado, una intuición me pincha todo el tiempo “PERO POR QUE NO?”… “locura”… “¿POR?”… “no podés, no te alcanza la guita”… “¿LA CONTASTE?”. Sigo caminando, tironeada cual Tupac Amaru, entre deseo y sensatez, cuando otra voz salomónica interviene para resolver el asunto: “a ver, a ver, ok: si esto no es realmente una locura debería recibir una señal clarísima como un piano de cola por la cabeza” (porque sí, me encanta cazar señales) Y no termino de decir esto que alzo la vista y encuentro (literalmente) delante mío una gigantografía del David de Miguel Angel (ícono de esa ciudad, la imagen más emblemática de Florencia) junto a una inscripción (propaganda de no sé qué) que reza: “sin inspiración, no hay obra maestra”. Me quedo mirando a David, riendo para mí entre fascinada e incrédula, sintiendo las teclas del piano en la frente. Entonces callo el debate mental de un plumazo. Doy media vuelta, vuelvo a mi casa, abro la compu, y me pongo a mirar precios de alojamiento en Florencia, que para mi sorpresa, son mucho más accesibles de lo que imaginaba. Desentierro esos ahorros que no quería tocar (no vale la pena invertirlos en felicidad?) Los cuento. Mi amiga Clarisa, además, me invita entusiasta a su casa, en ese momento en la Costa Brava. Encuentro ofertas. Hago cuentas. Me sale más barato viajar a Italia y España que a Brasil. “¿Por qué no?”. Y además tengo en ese entonces un compañero tan propenso a los “por qué no?” como yo, que cuando le pregunto si le parece un delirio contesta riendo: “estás loca. Te amo” y me acompaña hasta Ezeiza encantado.


Desde la llegada, Florencia es mucho más de lo que podía haber pedido. Reservé en una suerte de Bed & breakfast hermoso (“La dimora degli angeli”) donde las habitaciones tienen cada una un nombre de mujer y una “personalidad” diversa. En todas hay arreglos de flores naturales que te hacen caer de espaldas, ya sean orquídeas, rosas ó nardos, según la identidad de cada cuarto. A mí me toca ¿Beatrice? con vista al Duomo de costado (que es como miro en el cine las películas). Una mezcla de naranja y albahaca que preparan los monjes de una antigua herboristería perfuma toda la casa (y digo a propósito “casa” porque ese hospedaje se siente así) También me toca el mejor anfitrión posible, Claudio, un florentino que me enseña el mapa de los tesoros de su ciudad: esos rincones secretos que los turistas se pierden. A Claudio le gusta escuchar sobre mi trabajo en el desayuno y me hace rico café.


Lo primero que hago es calzarme un saco de colores y salir a caminar (flotar) por la ciudad. Ya la conocía, había ido de más chica, en un tour, pero esta vuelta es diferente. La siento más mía, quizás, como una ciudad conquistada. Voy directo a lo que vine. Por el camino saco miles de fotos. No salgo en ninguna, excepto en el reflejo de un vidrio, en una sola, como un fantasma. No me interesa aparecer. Me doy cuenta que sacar fotos es otra forma de escritura y empiezo a capturar las cosas más irrisorias: baldosas, puertas, ventanas, bicis acumuladas como tribus de adolescentes en una esquina, vidrieras, barrotes, vasitos de helado olvidados, ferias con muebles llenos de polvo, lámparas viejas, cielos, ropa interior en los balcones, una pareja que se besa borrándonos a todos los que quedamos alrededor de su abrazo... Atravieso por el fin el puente. Está lleno de candados por una novela best-seller que impulsa a los amantes a sellar su amor de ese modo. Alguien me explica que cada tanto los tienen que ir liberando (=cortando) para que el puente no ceda (los enamorados nunca sabrán que sus promesas de amor fueron quebradas por tenazas, por suerte).


Calculo el ángulo, el tiro de cámara de mi imagen mental y así elijo - mejor dicho “encuentro” - el café de mi "foto”. Ese que aparecía en mi cabeza, en Buenos Aires, que sin conocerlo me trajo hasta acá. Apenas entro busco haciendo un paneo rápido con los ojos y ahí la veo. Me siento junto a esa ventana. “Es ella”! Apoyo la espalda contra el respaldo como diciendo “llegamos”, se me acomoda una sonrisa en la cara y el pecho se agranda como si fuera a explotar. Sobre la mesa mi flor preferida esperándome: un tulipán. Y al otro lado del vidrio, de fondo, está el puente. Así tal cual lo vi antes de verlo. No puedo contener la felicidad. Es tanta que me pararía y empezaría a repartirla entre los demás comensales. Pido un capuccino, saco una birome, el cuaderno… y lo dejo en blanco. Sólo me quedo mirando ese puente. Mirando a la alegría a la cara.

Todo lo que rodea ese viaje termina siendo mágico. Podría contar varias anécdotas. Como la tarde que me meto en una librería para ir al baño y mientras espero que se desocupe me saca conversación un hombre que está también esperando y cuando le cuento que viajé hasta ahí “buscando inspiración” da vuelta los ojos. No puede creerlo. Pero cuando contesto a qué me dedico pone los ojos en blanco. Me dice: “debo ser la única persona que se dedica a eso en esta ciudad”. Resulta ser un profesor de guión y termino esa misma tarde charlando con sus alumnos/as en la escuela de cine donde él da clases... O como cuando por un malentendido entro a un lugar y termino sentada al lado de alguien que alguna vez llevó a mis padres en auto. Es así: Claudio, de la hostería, me recomienda il “Teatro del Sale”. Un teatro -restaurant donde un@ come mientras ve una obra, lugar que es regenteado por uno de los mejores chef de Italia, una suerte de Papá Noel que cocina a la vista de todos y anuncia los platos a viva voz para que un@ vaya a buscarlos. La forma de ingresar a ese lugar es asociándose como si fuese un club, lo que implica leer y firmar un reglamento con unas normas de cortesía que hay que comprometerse a respetar (“mirar a los ojos al interlocutor”, “decir gracias y por favor”, “escuchar cuando alguien habla” y algunas cosas graciosas pero que ya no alcanzo a recordar) Entro y la recepcionista me dice que como no soy socia no puedo quedarme. Le explico que sólo pensaba asomarme a ver el lugar pero ella, con bastante antipatía, insiste en que no. Voy saliendo, mascullando un poco de bronca, cuando entran dos hombres y una mujer y uno de ellos, de traje, con voz de autoridad dice “¿cómo?, ¿se va?”. Le explico: “me echaron”. El hombre enseguida se pone “la causa al hombro” haciéndome leer el reglamento y completar la suscripción. Yo entro convencidísima de que es el dueño del lugar y recién adentro, mucho después, me entero de que sólo es un cliente, pero que además es de la misma región que mi madre. Nos sorprendemos por la coincidencia pero cuando termino la frase contando de dónde es mi padre, el otro hombre que está junto a él se atraganta: no sólo resulta ser del mismo pueblo: sus padres y los míos se conocen y él mismo charló con ellos alguna vez y los llevó a no sé dónde. El hombre se emociona, no puede creerlo (yo menos) y termino hablando por teléfono con gente del pueblo que él llama y siendo invitada a almorzar, como una pariente más.


Ahora que googleo aquella posada que me albergó, lo primero que encuentro en su web es la frase: “if you can dream it, you can do it” (“si puedes soñarlo, puedes hacerlo”) y sonrío ante esta nueva coincidencia.


Sin embargo, todo este larguísimo post es para llegar a otro huésped de ese lugar: Joanne. Ella va a ser lo mejor de La Toscana. Ahora puedo confirmarlo. Joanne es una mujer mayor que yo, delicadísima. Elegante sin ser ostentosa. Refinada, sencilla. Lleva los labios de rojo y los ojos brillando, con otra edad de la que tiene su cuerpo. Le centellean las pupilas como a una adolescente a punto de tener su primer cita, con esa mirada de los que parecen tramar algo. Lleva la piel clara y el pelo corto, prolijísimamente arreglado. Está siempre impecable. Es norteamericana pero por ese entonces vive con su marido en Hong Kong.


Apenas me ve me sonríe y así va a ser siempre cada vez que nos crucemos (siempre cerca de la cafetera, que ofrece café libre las 24 hs.) Ella es amable y cálida. También le gusta escribir. Me cuenta su idea para una novela. Intercambiamos unas breves charlas ahí en el comedor y no quiere que le hable en inglés, lo cual es toda una suerte: se me da mucho mejor el italiano y ella prefiere practicarlo. Estuvo haciendo un curso allí, enamorada del país y de su lengua (y es fácil imaginarla como una alumna aplicada). En un gesto encantador (como todos los gestos que ella hace) una noche me invita a cenar. Dice que quiere hacerme ese regalo para celebrar nuestro encuentro. Me lo propone con una mezcla de entusiasmo y pudor, no queriendo ser invasiva. A mí me encanta la idea. Elige un lugar precioso que es sumergirse en otro tiempo, con puertas arqueadas, paredes de piedra (ó al menos así lo recuerdo) y comida exquisita. Me siento transportada a la Edad Media. Me veo con un vestido largo y un peinado de época. Es tan fácil hablar con ella, como charlar con una hermana mayor de las que saben dar buenos consejos. Nos contamos la vida entre el antipasto y el primo piatto. Para el dolce ya la siento una amiga entrañable. Joanne es muy buena escuchando. Se interesa. Tiene curiosidad por muchas cosas y para mí lo curioso es comprobar cómo a veces resulta más fácil “desnudarse” (como un bolsillo que das vuelta enseñando las costuras y los parches) frente un extraño. Nos confesamos historias y anécdotas de esas que una cuenta a pocos “elegidos”, a quienes presume confiables.


Elijo hablar de Joanne porque hoy tiene el cuerpo más frágil (pero sólo el cuerpo) y los días le están siendo cuesta arriba. Quería dedicarle este post tal vez porque ante la cercanía del cumpleaños se me da por mirar hacia atrás y sentirme agradecida por esa gente que iluminó el recorrido, aunque sea una noche en Florencia. Porque pienso que lo mejor q a un@ le puede pasar es que otro ser mire en retrospectiva y se sienta dichoso de haberte cruzado algún día. Y que cada vez que rozamos otra vida tenemos la increíble chance de ser un soplo para el sudor de otra frente, acariciar un instante abatido, volver más liviano el aire de alguien que no puede respirar, y quizás nunca nos enteramos. Y a veces, también sin saberlo, se puede hasta torcer un destino (para bien ó para mal). Pensaba en eso esta tarde, en l@s que alguna vez desviaron el mío, en la alegría que me regaló gente que no volví a ver nunca más, como el guitarrista que me sonrió desde el andén de enfrente antes de que llegue el tren una tarde, ó como Joanne aquella noche en la Edad Media.


Creo que los viajes son como mamushkas. En cada encuentro hay otro viaje en sí mismo y en cada conversación y en cada anécdota otro, y así…


Joanne dice que está menos atractiva en este cuerpo. Me (se) “ataja” antes de que vea sus fotos, advirtiendo que ya no es la mujer que conocí, pero (y a ver si acá la convenzo) te puedo reconocer perfectamente, Joanne. Reconozco tu audacia, tu valor, las ganas de explorar el mundo, de invitarle a la vida una cena con velas, la generosidad intacta, los ojos de una chica que sueñan paseos por Florencia (qué es la belleza si no es todo eso, en tal caso?) Y si haberle regalado aunque sea a una persona, aunque sea una vez, la alegría que da el sentirse bienvenida ya justifica una vida, la tuya está más que validada. Ojalá yo haya sido ó sea alguna vez, otra "Joanne" para alguien.


Recuerdo estas cosas y vuelvo a esa mesa en Florencia. Toco la taza del café todavía tibia, me rindo ante un tulipán sobre el mantel blanco. Mi pelo, mi ropa, huelen a naranjas y albahaca. Dejo el cuaderno así, en blanco. Mejor lo cierro. Porque hay momentos para escribir y momentos para ser feliz (solamente). Miro el puente que podría derrumbarse en cualquier momento como un glaciar por la insistencia de los amantes y pienso en mis propios candados. En las jaulas en las que nos quedamos sin saber que están abiertas. Que a veces sólo es cuestión de empujar un poquito la puerta para comprobar que el encierro no es tan cierto como el miedo nos hizo creer... Y ahora que estoy dentro de esa escena bendigo el momento en que me pregunto:“¿por qué no?” y "subo a un avión". Cuando desoigo esas voces que alientan a quedar carreteando, a no levantar nunca un vuelo muy alto... Entonces pienso que voy atesorar todas estas anécdotas para los nietos que no sé si llegarán. Que voy a decirle a ese hijo y a esa hija que aún no tuve: “soñá grande”.




36 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

POSTAS

Lo vi en Tarzán de chica. El modo de cruzar la selva era colgado de lianas. Era saltar de liana en liana. Tener postas. Yo también las...

TELEKINESIS IMPROBABLE

"Clinch clach". ¿Cuántas probablidades hay de que una taza se mueva sola en la cocina mientras estás tirada en tu cuarto? Ninguna (a...

Comments

Rated 0 out of 5 stars.
No ratings yet

Add a rating
Post: Blog2_Post
bottom of page