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  • laugargarella

POSTAS


Lo vi en Tarzán de chica. El modo de cruzar la selva era colgado de lianas. Era saltar de liana en liana. Tener postas. Yo también las tengo. Cuando vuelvo de noche a casa por ejemplo. Una mujer después de las 12 (pero no únicamente a esas horas) debe tomar ciertos recaudos. Lo sé. Soy consciente. Más aún desde que me robaron mientras cenaba tranquilamente con una amiga. O desde que me intentaron tocar en lamentables episodios de algunas avenidas. Entonces lo tengo claro: si el colectivo me deja en Santa Fe… Nunca agarrar Anchorena que es más oscura. Mejor la otra calle. Ahí encuentro mis lianas: las “postas” de luces, de lugares supuestamente seguros ó con gente cerca para pedir ayuda en tal caso. Y ahí voy…. salto de la pizzería al Open 24 hs… paso por dos indigentes que duermen en la vereda pero no son peligrosos y para cuando llego a esas horas duermen profundamente además… de ahí envión hasta el otro kiosco, en la esquina, más chiquito pero donde siempre hay gente (un joven amable que estudia medicina aprovechando la quietud de la noche ó una señora mayor a la que siempre se le desconfigura el celular) Ellos son los que también me salvan si me olvidé de comprar gaseosa (sí, porque aunque digan que no, mi hermano Jo y yo sabemos que unas burbujas hacen falta para dormir en paz). Luego si hay suerte está la otra pizzería abierta, que se parece bastante a esa de Capusotto (con un standard de higiene sospechoso) y de ahí “correr hasta la útlima base” (como cuando jugaba al sóftball de chica) que son los bomberos y ya casi estamos… A salvo.

Pero no sólo de esas lianas me cuelgo. Ni sé si esas son siquiera las más importantes. También necesito las otras (tal vez mucho más) Esas que me alegran el día ó me hacen olvidar que el mundo es, a veces, definitivamente una selva… Son esos ángeles como los de la película de Win Wenders, puestos en el camino para sentirse un poco menos abrumado/a por la locura, el ruido, las noticias, la otra violencia: de auto a auto ó de peatón a peatón, la gente que traiciona, los que explotan, los que te empujan en el subte y ni piden disculpas… Son las lianas necesarias que permiten cruzar esquivando el peligro ó al menos atenuando su onda expansiva. Chalecos antibalas. Salidas de emergencia. Salvavidas. Toboganes inflables de un avión imaginario. Azafat@s que agilizan la evacuación. Máscaras de oxígeno. Son el alivio cotidiano… y algunas veces, son TODO.

Está el cajero hippie de Farmacity. Primer base. Cuando se oye por altavoz “se necesita cajero en línea de caja…” siempre deseo que aparezca él. Estoy esperando en el corralito junto a los demás, sosteniendo los discos de algodón y un champú aprovechando la promoción, viendo qué suerte va a tocar… Es como una ruleta: puede ser la chica que despacha todo apurada en la primera posición mientras alterna un “efectivo ó tarjeta?” con mensajitos de whatsapp y ni te mira a la cara… ó el de la caja 2, que parece un robot… que tiene una voz como salida de otro cuerpo, que no encaja, casi metálica; yo me imagino que es un alien, que nos engañan, que farmacity está probando nuevos modelos mecánicos de atención al cliente y que las cámaras de seguridad monitorean el experimento apuntando sólo a él. Incluso su discurso parece cronometrado y es siempre idéntico. Las palabras justas, ni una de más, ni un chistecito casual, ni un comentario fuera de libreto. Es el actor obediente que se aprendió hasta las comas y no te altera la letra. Pero que no sonríe ni esboza el más mínimo rastro humano. Y después está el de la posición cuatro que cumple, que es candidato a empleado del mes porque hace todo bien, es eficiente y muy rápido… pero de tan rápido no me da ni tiempo de meter todo en la bolsa y me encaja el ticket y el vuelto cuando todavía estoy trabada con el cierre de la billetera y hace que se me caiga algo de la mochila intentando guardar todo enseguida porque él ya dijo “siguiente” (ó en su defecto “adelante”) y está asomado mirando detrás mío mientras yo soy una malabarista con algodones, la cuenta, la bolsa, el vuelto, la billetera semiabierta, la monedita que oigo caer, el champú que casi olvido agarrar, corriéndome a un costado, aplastándome contra la mochila para que el otro cliente avance… Es en ese momento de espera frente a las cajas, viendo la posición 3 vacía, cuanto imagino aquel futuro inmediato y ruego que aparezca Juan. El cajero más copado, el del Bolsón (yo flasheo que vivía en el Bolsón antes y si no, seguro que se fue de mochilero ahí varias veces) Porque Juan va a otro ritmo. Y huele a mermelada de frambuesa. Llega caminando afable, con sus piercings, su look descontracturado, sus tatuajes que asoman debajo de la camisa y siempre intento descifrar, los ojos color agua que ya calman porque miran despacio, como el que te abre la puerta sin apuro y deja salir desde adentro el olor a comida recién hecha, a bienvenida, a pan casero. Y te pregunta “cómo estás?” pero te lo pregunta en serio. Si hasta te mira al hacerlo… (y eso ya es toda una novedad) Va pasando las cosas y también pregunta si necesitás bolsa como si te preguntara si puede hacer algo por vos, por tu vida… Hasta te guarda él mismo las cosas ahí dentro! Juan va a ritmo Patagonia, con viento suave en la cara. Y cuando te despide te vuelve a mirar a los ojos (increíble) y si desea que tengas buen día parece cierto. Como si le importara tu suerte de verdad. Y a mí no se me traba el cierre de la billetera. Y puedo terminar de acomodarme en la espalda la mochila… Gracias Juan, primera posta de mis noches, tardes, en este barrio. Y más adelante, en otra cuadra estaba Juan Carlos pero ya no está. Juan Carlos que te invitaba al kiosco como quien invita al cine, haciendo de eso todo un programa. Te invitaba a sentarte delante, en su living de sillones de plástico, de mesita con mate e historias ahí en la vereda. Juan Carlos que siempre se quejaba de que no me quedara más tiempo pero no me hacía ir sin un chocolate ó un compact (sí, compact) de música buena ó una Pepsi fría en verano. Y cada vez que afirmaba primero un pie y después otro en el suelo y se ponía las manos en la panza era que estaba por decir algo importante. Pero era una caja de Pandora de la que podía salir el argumento / la anécdota / el comentario más disparatado. Otra lotería, adivinar de qué podía querer hablar cada día, como adivinar por qué capítulo iría su historial de amores. “Seguís con Julia?”… “Ah, ahora es Marcela?”… y así. Una cuadra más y está Doña Elsa en el bar, mujer colombiana, que merece capítulo aparte… está “escondida” siempre en la caja y digo “escondida” porque es bajita y a veces no la veo. Cuando entro tengo que asomarme ahí para ver si está, para no dejar de saludarla en ese caso. Entonces la encuentro siempre coqueta, cambiándose el peinado, con su collar y sus aros que combinan ó el broche de pelo que le hace juego con esa ropa bien al cuerpo que a ella le gusta usar. Es la que cuando le encargo un arroz que paso a buscar después del gimnasio (porque aún estamos sin gas) se preocupa de que lo lleve calentito… y si no tengo cambio “no pasa nada, mañana me lo paga”… y me trata así, de usted, como papá. Dice que “pasa lista” y se queja si “falto” un día. Y eso sólo ya calienta el alma.

Y también está mi amigo Facu, ese ángel custodio a la distancia. Bahiense que desde Punta Cana me escribe a las horas más imposibles, con preguntas ídem, como (siendo las 4 de la mañana): “estás?”. Mensaje que casi siempre respondo al día siguiente con un “sí, Facu, estaba. Completamente planchada”. Pero a veces no. Me desvelo. Y ahí él es la compañía perfecta para las noches de insomnio: yo en mi cama pensando en toda la vida junta y él que manda audio borracho (perdón Facu, nunca borracho, en un tono emocionadamente alegre nomás) contándome, por ejemplo, que está tomando algo con Bebo el Cigala y él es su Kevin Costner haciendo de guardaespaldas… ó manda fotos de una súper paella valenciana ó de los 45 platos que preparó para una “cenita así nomás” y yo le digo que al final me va a hacer odiarlo porque sólo puedo compararlo con la ensalada de pera y lechuga que me hice… ó le compito con una milanesa de soja y no es justo. Pero Facu es indispensable. No sólo por hacerme videos de una playa que así puede caber en mi cama ó por grabarme audios de mar para meditar, sino porque sé que lo puedo encontrar a cualquier hora. Y que así le mande un mensaje a las 2, 3, 6 de la mañana, él siempre “está”.

Luego tengo otros compañero de insomnio, con quien improvisamos terapias on line, de ida y vuelta en la madrugada haciendo volar consejos, puntos de vista, coacheos de Santo Domingo a Buenos Aires. Ronnie, mi querido amigo, director dominicano, con quien nos confesamos lo inconfesable. Me escucha y lo escucho. Nos hacemos el aguante y si fue un día perro, más tarde ó más temprano surge un chiste para descomprimir el aire… porque cuando ya se agotaron las lágrimas, la queja, el cansancio, queda el humor (que nunca nos falte!) que siempre salva. Y ni hablar de las amigas… Ceci, Lauri, Lucre, Caro, Anita, Mecha, Pocha y más… O mi amigo-hermano Pablo que manda videos irreproducibles en el momento más inoportuno (ó "justo a tiempo" quizás). O mis compañer@s de danza que aún cuando falte imagino ahí, como una ola amorosa sacudiendo al mundo de toda la inercia sin que el mundo lo sepa. O madre que envía mensajes de audio encantadoramente incomprensibles por whatspp, dejando sin querer el micrófono apretado y entonces haciéndome escuchar conversaciones con papá yendo en el auto, discutiendo qué calle agarrar… ó en la cocina, con una tele encendida “de fondo” (que copa el primer pleno a un volumen bestial) mientras ellos debaten si había que calentar los fideos un poco más ó si la carne salió un poco dura esta vuelta. Y se recuerdan mutuamente los turnos médicos. Que después de ir al hospital italiano él la debería llevar hasta el dentista, a Villa Bosch, pero que no se preocupe que ella deja todo listo para cuando vuelvan. Los canelones en el freezer y una sopita que sólo habrá que descongelar…

En fin… estas son algunas pero hay otras (por suerte hay otras) Lianas que encuentro necesarias cada vez más. Porque intuyo que sin esa “red” nos sentiríamos demasiado perdid@s ó sol@s. Porque el mundo es una jungla muchas veces, sí. Aunque hay gente para hacerte sentir Jean. O Tarzán.

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