Una joven rusa postea el estreno de un tatuaje y un hombre oriental le regala un corazón desde Lisboa. A su vez, él alardea de su talento cantando fados y una cubana lo felicita tras mostrar sus dotes de bailarina en Miami, espectáculo que celebra un piloto danés recién llegado a Berlín. Podría agregar un like desde estación Carranza pero prefiero tomarme el último subte que ahí viene. Cualquier otro día me mimetizaría con el paisaje que estoy a punto de ver. Esta vez no. Me gustaría decir lo contrario pero no tengo mérito. No fue voluntario. Mi teléfono se quedó sin batería y faltan siete estaciones para mi destino. Podría sacar el libro que siempre llevo para ocasiones como estas, pero tampoco. Tengo la cabeza cansada, así que me limito a alzar la vista, entregada a las imágenes que pasan delante, igual que pasa la oscuridad por las ventanas. Entonces los veo. Intuyo que siempre estuvieron ahí pero no los notaba. Intuyo que siempre estuve ahí, pero no me noté.
El subte frena en la primer estación y mi cabeza vuela mil estaciones atrás hasta detenerse en mi infancia. El día del cumpleaños número cinco de Cuqui, una compañera del jardín. Es sábado a la tarde. Aún no lo sé, pero en cuanto ella abra la puerta va a resultarme imposible olvidar su cara. Nunca antes me había sentido tan bienvenida. Tan repentinamente celebrada. Al principio no alcanzo a descifrar la exageración del saludo, ese recibimiento como si yo fuera una maratonista cruzando primera la meta. Me desconcierta aún más la mirada entre agradecida y compungida de su madre. Al entrar a su casa entiendo todo. Sólo silencio y globos. Una torta perdiendo equilibrio y una decoración de payasos con la sonrisa forzada. Ahí descubro lo evidente. Uno de los peores fantasmas hecho realidad: que casi nadie asista a nuestra fiesta. Recuerdo eso, y recuerdo que en ese entonces necesitábamos amigos. ¿Y ahora - me pregunto mientras el subte vuelve a avanzar - necesitamos público?
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