top of page
Buscar
laugargarella

NICOLA

Actualizado: 8 may 2019

Trak-Trak-Trak… Así suenan las cinco teclas del rastrojero naranja para cambiar el dial. Sólo hay radio AM. Tengo 4, 6, 8 años y voy en el asiento del acompañante. Los ojos pegados a la ventanilla. Papá maneja en silencio. Me aturden su mudez y la radio. Siempre juega Tigre (o por alguna razón sólo recuerdo partidos de Tigre y Deportivo algo). 

Miro las luces de la Panamericana que se encienden. Si achino los ojos consigo alargarlas hasta borrar todo el paisaje. Esa es una de las actividades con las que me entretengo. También leo las publicidades que ya me sé de memoria. Lo observo de reojo. El brazo macizo y fuerte color café con leche  -con más café en verano-. Demasiado fuerte cuando quiere ser suave. La piel curtida. El codo fuera de la ventanilla. Un brazo bicolor por la camisa de manga corta que censuró el bronceado. ¿En qué piensa?  Lo que menos soporto es la publicidad de pilas que atraviesa el partido. En especial la contundencia con la que esa voz estira la erre de Eveready y su entusiasmo forzado. “¡Una pila de vida!” grita el locutor y yo me aburro infinitamente. 

Trak-trak-trak. Papá cambia el dial. Cada tecla implica una presión a fondo de la mano. No son comandos fáciles. El se parece un poco a eso. Comunicarnos se hace tan difícil como presionar esas teclas a mis 6 años. Trak-Trak-Trak. Hay que intentar varias veces. Insisto. ¿En qué piensa? Yo no sé en qué pienso. Sólo sé que me gustaría escuchar música porque no entiendo a ese periodista de la radio. Tampoco a mi padre. Para acortar el camino juego a elegirme casas. Hay una con techo gris que elijo siempre. 

Papá es un señor que se levanta tempranísimo para ir a trabajar y vuelve a las 12, puntual. Almuerza mirando el noticiero, duerme una siesta inexplicablemente corta y regresa al trabajo para volver a casa otra vez a las 7, comer, dormir y así… Nuestros viajes a mis diecitantos son un déjà vu de mi infancia. Hacemos a puro silencio las cuadras que separan el hogar de su fábrica, donde trabajo. Esta vez voy provista de música. Si él no se conecta conmigo yo me conecto a un walkman. 

Bajamos del auto sin decirnos nada y ya en la fábrica me trata de usted (en realidad siempre lo hace) y yo a él también. “Nicola tiene un llamado”, “Laura, llámeme a tal”. 

El es para mí  como el film La familia (del gran Ettore Scola). Lo entendí recién de grande. Y es que había que conocer su historia para descifrarlo…  Nicola nace en Paglieta, un pueblo perdido de Abruzzo, Italia. Recibe el mismo nombre del hermano que lo precedió -al que enterraron prematuramente- como si de entrada depositasen sobre él toda la expectativa de lo que no pudo ser. Un tácito: “esta vez tiene que salir bien”.  La venta de un pequeño terreno familiar alcanza para un pasaje -sólo de ida-. Con 23 años se embarca hacia el fin del mundo dejando atrás a su madre que lo llora vestida de negro sabiendo que ese hijo no va a regresar pronto y las cartas tardan tanto… No tiene un centavo ni contactos. No sabe el idioma y apenas trae una valija de cartón. Una vez, repasando esa escena le pregunté: “¿Vos estabas muerto de miedo, no?”. El me miró como si hablara en sánscrito. Sonrió canchero, de costado, y haciendo montoncito con la mano me contestó: “¿Qué miedo? ¡Yo venía a comerme el mundo!”.


Al principio duerme en una casilla de chapa y tiene dos, tres trabajos. El primero en el ferrocarril (el peor pago).  Más tarde se emplea como mozo en un bar frente al hipódromo. Aún no habla bien. Apenas capta cuáles furcios generan mayor aceptación (risas) y los repite adrede. Los clientes son tipos que pierden todo en los burros y cruzan ahí a emborracharse. A veces pagan con un reloj o una prenda. Así es como gana su primer traje, con el que luego posará en una de las pocas fotos que registran esos años. Una imagen en la que mira al futuro con confianza, como quien dice: “Sí. Vine a comerme el mundo, ¿y qué?”. Quizás de ese retrato reciba el apodo de: “Tirone” (como dice él queriendo decir “Tyron”, por Tyron Power).


Un día asiste a un remate. Ni bien comprende la dinámica se aventura a participar. Alza la mano (por arengar nomás) en el momento en que rematan una pequeña máquina para hacer helados.  El hombre del martillo toma su oferta (pongamos un “23”) y pregunta quién da más... Nicola mueve los ojos como un láser esperando otra arenga. El del martillo insiste (imagino, con esa misma impostación en la voz del de la publicidad de Eveready): “¿Quién da más?”. Nadie da más. Y el martillo, de un golpe seco sella un destino irrevocable. Nicola se desespera. No tiene un peso (más tarde descubriría que el resto de los participantes del remate eran todos grupines: gente arreglada para hacer caer a desprevenidos como él).  

Le hacen firmar el compromiso de llevar el dinero al lunes siguiente. La noche es un desvelo. La vista en un cielo de chapa. Al día siguiente vuelve al bar como una foto en sepia. Su jefe, don Alfredo, se da cuenta: “¿Cuánto necesitás?”. Ese lunes Alfredo planta 23 pesos en su mano: “Me los vas devolviendo de a poco, como puedas, no te preocupes”, le dice y sin saberlo, en ese acto, acaba de torcer una vida para siempre.  Al día de hoy, papá no consigue hablar de Alfredo sin quebrarse. Se le rompe la vo,z apenas atina a balbucear “me salvó...”. Y no hay vez que visite el cementerio y no se acerque a dejarle una flor a ese “hado”.


Comienza probando la maquinita en el bar. Más tarde se asocia a cuatro hombres más y juntos fundan “Los Alpes”. De la mano de ese “desliz” del remate no sólo encuentra un oficio, sino también, finalmente, el amor. Mamá es una tana linda a la que llaman “Gina”, por la Lollobrigida, que lleva a sus sobrinos a tomar helado y cose pantalones junto a una ventana por la que él pasa siempre en su Vespa, vaya en la dirección que vaya. 

Tyrone Power y Gina Lollobrigida se casan. Y ahí llegamos los hijos. Mis dos hermanos seguidos; yo años después, por sorpresa. Los Alpes empieza a ir cada vez mejor. Lo que arranca como una pequeña heladería acaba convirtiéndose en fábrica. Los helados más populares de la zona. El mejor dulce de leche granizado. Una vez, un compatriota que había tenido menos suerte le pregunta: “¿Vos cómo hiciste?” y Nicola se borra todo mérito de una sola frase: “Yo agarré la lotería”. “¡Con razón!”, respira el paisano aliviado de toda humillación, tragándose el cuento.

En las navidades y los fines de año es el último en llegar a casa. Las colas en la heladería dan vuelta a la esquina.  A él se lo puede encontrar cualquier día, a cualquier hora, sirviendo un cucurucho, pasando el trapo, hablando con el intendente o arriesgando su vida frente a una máquina. “Sempre avanti” sigue diciendo hoy, del mismo modo que cuando le cuento algún logro, antes de pasarle el teléfono a mamá porque no aguanta la emoción, repite entrecortado: “No afloque, usté no afloque”. Un mantra que recita en las buenas y en las malas.

Nunca me miró un cuaderno ni asistió a ningún acto. Sin embargo gracias a él, mis cumpleaños eran garantía de felicidad:  había canilla libre de helado.  Cuando estudiaba Sociología, él decía que seguía “Psicología”. Me pasé a Psicología justo cuando aprendió a decir que su hija iba a ser “socióloga”. Al anotarme en “guión de cine” tiró la toalla. Ahora llama para contarme: “Anoche soñé un guión. Me desperté y volví a dormirme para ver cómo seguía... No, no me acuerdo de qué iba.”  Su sueño real era el hijo contador que se ocupara de la fábrica. Engendró dos humanistas y una inclinada hacia el arte (alguna vez una terapeuta bromearía: “¡Le diste el gusto: sos contadora... de historias!”)

Siempre nos costó entendernos. Mamá decía que era por ser muy parecidos y yo me enojaba. “No me parezco en nada (sólo en las manos y los pies)”, pensé siempre hasta que alguien que me conocía demasiado alguna vez me hizo dudar. 


Habla lo justo y necesario, pero eso “justo” que llega a decir suele dar en el clavo. Siempre pensó que era mejor hacer... hasta que un día no pudo hacer más. Corrían los 90 y el país se iba angostando; cada vez cabíamos menos. Sobrevivir se volvió imposible y su corazón no aguantó. Recuerdo ese cuerpo rodeado de cables. No se parecía a mi papá. Una sola vez lo había escuchado decir: “no doy más” cuando la economía no paraba de apretar.  Lo veo todavía en el hospital y me veo repitiendo lo mismo: “¿En qué pensás?”. ¿En qué piensa un papá cuando no dice nada mientras se va quedando dormido frente al televisor?

Soltar la fábrica -debió venderla porque los números ya no cerraban- fue un desgarro. Poco tiempo antes había comprado un terreno para ampliarla. No hizo a tiempo. 

Luego de la venta, un día llamé a su casa preocupada por saber cómo sobrellevaba el tiempo libre, justo él que había vivido para el trabajo. “¿A que no sabés dónde está tu padre?” dijo mamá. A sus ochenta y pico, se había anotado en “Computación”. La primer clase se confundió y cayó en un aula de cocina -casi un presagio dado que no duró demasiado, pero el sólo intento me pareció conmovedor-. 


Hoy mantiene esa misma vitalidad. Consume mucha verdura y medio vaso de vino (porque los médicos dicen que las verduras y medio vaso de vino son saludables). Hace gimnasia y una vez a la semana juega a las cartas con otros paisanos. Lee el diario despacito moviendo los labios, siguiendo el renglón con un dedo, y aún lo arrulla la tele.  

A veces, si alguien pregunta habla de Italia, los ojos se le empañan. Entonces, otra vez la conversación queda sin audio mientras él sigue moviendo los labios como cuando lee las noticias y uno alcanza a leerlo a él dibujando con la boca un: “tantas cosas…” que repite con más énfasis, aún sin voz. “Tantas cosas…”. Y sacude la mano así como cuando se le indica a alguien seguir hacia adelante, pero en realidad está queriendo decir: “Si yo le contara... Ni se imaginan. Tantas cosas…”


Creo que recién pude entenderlo cuando dejé de preguntarme: “¿en qué estás pensando papá, cuando vas callado en el auto? ¿De qué te acordaste?”. Y algunas cosas ahora sé. Sé que sus ojos vieron mucho más de lo que pueden contar. Que su historia es más interesante que cualquier guión que pueda imaginar. Que sigue siendo ese joven que sube sin miedo a un barco… Pero también sé que tiene una herida en el alma. Un corte de cuchillo que no cierra, no hay con qué darle. 


“¿Por qué tuve que abandonar?”, quizá sea eso lo que está pensando. “Pero papá, si no abandonaste, es el país que no te ayudó”. Cada vez que habla de esa fábrica se le abre un hueco bien adentro. Como si no hubiese cumplido aquel mandato irracional de que salga todo bien. Como si no hubiera sido suficiente con dejarse la piel entre esas máquinas. Como si hubiese podido hacer un poco más ó mejor para salvarla… Y sé que mis palabras quedan flotando en el aire sin tocarlo. Por mucho envión que tomen son como esos saltos que intentan hacer pasar un cuerpo de un lado al otro de una acequia pero se quedan cortos y caen al agua.  De vez en cuando tomo carrera y pienso que voy bien: “¿Qué más podías hacer? ¡Le diste trabajo a tantos! A tus hijos nos diste casa, comida, educación. Podés dormir tranquilo. La gente sabe quién sos”. Pero lo veo en sus ojos. Dice “sí, sí” con la lengua mientras las retinas subtitulan un “no no”, un  “sí, pero…” Trak-trak. Caigo al agua.  Igual pruebo un nuevo envión. Cargo todo el aire que puedo en los pulmones. Ahora que ha llegado a los 90 años voy a insistir una vez más (finalmente es lo que él dice siempre: “no afloque, no afloque).  Así que hago un último intento y vuelvo a saltar: “Fue suficiente papá; no pienses más. Diste todo”. 


Sección Mundos íntimos. Diario Clarín. 18 / Noviembre / 2017





37 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

POSTAS

Lo vi en Tarzán de chica. El modo de cruzar la selva era colgado de lianas. Era saltar de liana en liana. Tener postas. Yo también las...

SOÑA CHIQUITO

TELEKINESIS IMPROBABLE

"Clinch clach". ¿Cuántas probablidades hay de que una taza se mueva sola en la cocina mientras estás tirada en tu cuarto? Ninguna (a...

Comments

Rated 0 out of 5 stars.
No ratings yet

Add a rating
Post: Blog2_Post
bottom of page